En la Iglesia Católica, el
día 2 de Noviembre es el Día de los Difuntos, y es dedicado a orar por aquellos
creyentes que abandonaron su vida terrenal, y en especial por los que tras
hacerlo, aún se encuentran en un estado de purificación. Para ello, en una
actitud de recogimiento, se asiste a la Misa de Difuntos. En España es
costumbre asistir en estos días a los cementerios y visitar las tumbas de los
familiares, adecentarlas y ofrecer flores.
Cementerio de Cártama, Málaga. Día de Difuntos |
Al igual que en Occidente el
Cristianismo asimiló esta costumbre, el Budismo hizo lo propio tanto en Japón
como en Okinawa: El llamado Obon (お盆) se celebra en Julio (Okinawa) o Agosto, según nos
encontremos en una u otra región, durante tres días a partir de una fecha establecida
por el calendario lunar. La fiesta es en homenaje a los espíritus de los
antepasados y también las familias se reúnen y visitan las tumbas limpiándolas
y compartiendo alimentos.
Antigua foto del Obon. Okinawa |
El
escribir este artículo estuvo motivado por aprovechar estos días para invitar a
que hiciéramos una reflexión mas detenida sobre la vida y la muerte. La
coincidencia del reciente fallecimiento del sensei Chris Larken de
Australia y de otros familiares de amigos y alumnos en estas fechas ha hecho
mas profunda, si cabe, esta reflexión.
Al margen de nuestras fe o creencias
sobre lo que nos encontraremos o no tras la muerte, darle sentido a nuestra
vida es dársela a nuestra muerte. La trascendental pregunta sobre el sentido de
la vida y de la muerte, es nuestra principal preocupación existencial, y sin
embargo eludimos esta pregunta pues nos angustia no poder responderla. “En cien
años todos calvos”, decimos a modo de mofa, aunque interiormente pensamos que
somos la excepción a esa regla. Los jóvenes incluso piensan que tienen tiempo
ilimitado, que nunca serán viejos, o que la vida que sienten con tanta fuerza
no se puede perder de un segundo a otro.
La
sociedad moderna, mas que nunca, se aparta de su vida espiritual y oculta la
idea de la muerte, reforzando así su misterio a la vez que el miedo hacia ella.
No quiere restos de difuntos que la recuerden, lo que suele producir duelos mas
amargos y lutos mas cortos pues hay que abandonar pronto la idea. Luego nos
“reiremos” de ella disfrazándonos de “muertos vivientes”. En ocasiones se sufre
la muerte de otra persona, mas que por su propio destino, por devolvernos la
consciencia de nuestra mortalidad y la agonía existencial que esto nos provoca,
o por el dolor de nuestro propio ego al perder a alguien que siente como
suyo.
Cuando
por algún acontecimiento especial caemos en la cuenta de que somos mortales, el
temor a la muerte resurge con sentimientos relacionados con el dolor, el
abandono, la agonía, el miedo a lo oscuro y desconocido, pero sobre todo a la
pérdida de la identidad, de ese ego querido que me identifica como
individuo. Algunos buscan de inmediato refugio en su fe, en caso de tenerla,
pero lo que va siendo mas normal es buscarlo en una incesante búsqueda del
placer, en una mal interpretada filosofía del carpe diem de Horacio, y
en el peor de los casos en el alcohol o las drogas.
Entonces
¿que podemos hacer? ¿como solucionar este problema y vivir la vida sin temor?
Nuestra vida no es un misterio que deba resolverse, sino una realidad que debe
vivirse, y quizás sentir amor por la vida sea el único antídoto efectivo, el
disfrutar de nuestro ikigai, nuestra razón de vivir en cada instante.
El
samurai Yamamoto Tsunemoto escribió a principios del siglo XVIII: “Para
ser un samurai perfecto es necesario prepararse para la muerte mañana y tarde,
incuso todo el día”. Si reflexionamos sobre la fragilidad de la vida, esto
nos hace centrarnos en aquello que es realmente importante, dejando de lado
aquellos asuntos que solo nos hacen perder tiempo y que no son tan importantes.
Volviendo a citar a Yamamoto Tsunemoto: “Hay
pocos problemas realmente importantes, sólo se presentan dos o tres en toda una
existencia”. Entregarse por completo al momento, a lo que somos y hacemos
aquí y ahora, de forma generosa y humilde, da intensidad a nuestra vida y nos
funde con ella, haciéndonos en cierta forma desaparecer, vivir muriendo. Hacer
las cosas con distanciamiento, de forma egoísta e interesada, sin atención y
con mal talante es justo lo contrario; morir viviendo.
Fin de la primera parte
Antonio Avila
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