En estos tiempos han tomado un extraño
valor aquellas cosas que son rápidas y superficiales.
Aquello que se consigue rápido, es a
priori mejor que lo conseguido de una manera lenta o pausada. No importa si lo
conseguido de inmediato no es realmente lo que buscábamos. Basta con que se
parezca a la imagen que nosotros nos hemos formado de ello, o nos han formado,
total, nos ha costado poco esfuerzo y puedo cambiarlo por otro rápidamente.
Todo se consigue así, rápidamente: la información, la comunicación, la comida…
Se llega a toda prisa en transportes cada vez mas rápidos, y nos vamos a toda
prisa. Hay que pensar rápido y en muchas cosas, pues tenemos que hacer muchas
cosas “importantes” rápidamente.
Adelgazamos rápidamente, rápidamente engordamos,
rápidamente nos liberamos del dolor, y rápidamente logramos placer, rápidamente
“aprendemos” a defendernos, a “relajarnos”, a “conocer” milenarias culturas,
rápidamente, rápidamente… Rápidamente vivimos y rápidamente morimos.
Los niños ya no necesitan perder el
tiempo en imaginar, inmediatamente pueden ser astronautas, alienígenas,
conducir coches, ir a la guerra y pilotar helicópteros de manera “real”,
quieren ser rápidamente mayores, ser rápidamente adultos de “éxito” gracias a
sus móviles de última generación o el último modelo de coche, que nos permite
llegar rápido y además, llamar a alguien mientras aparca solo.
Los adultos quieren jubilarse
rápidamente para descansar y hacer lo que les gusta: hacer cosas rápidamente,
pues ya no queda mucho tiempo. Al final se contentan con que la muerte se los
lleve rápidamente y no sufran la espera pues con las prisas no han podido
pararse a aceptar la vida y aún menos, la muerte.
Nos ponemos como objetivo llegar a ser
felices cuanto antes, pensamos que satisfaciendo nuestros deseos de inmediato
lo conseguiremos. Pero la felicidad esta en el camino, no al final de este, no
en lo externo, sino en nuestro interior.
¿Qué podemos hacer para aquietar
nuestras vidas? ¿Cómo podemos imponer un ritmo más humano y placentero? ¿Dónde
está ese camino que podamos recorrer tranquilamente sin importarnos a donde nos
lleve? ¿Cómo profundizar en lo verdaderamente importante?
A través del Karate-dô, tenemos un lugar y un camino donde retomar nuestro
original ritmo vital, donde explorarnos instante a instante, donde encontrar
compañeros, itinerarios y guías para el viaje.
El dôjô es
el “lugar del camino”, en él no se nos permite la prisa pero tampoco la pereza.
A la voz de ¡mokuso! (meditación) aquietamos la mente agitada, regulamos la
respiración alterada. Poco a poco abandonamos la ajetreada superficie y
profundizamos en el mar de nuestro ser donde encontramos la calma, y nuestra
mente se impregnan de ella. No hay tiempo en el dôjô, solo atención en el momento presente, si esta se debilita,
nos perderemos, como en la vida, muchas de las cosas que pasan en él.
En este estado y en este momento,
podemos reencontrarnos con nuestras sensaciones. El esfuerzo, el cansancio e
incluso el dolor nos recuerdan el placer de estar vivos, de disfrutar del
proceso. Cuerpo, mente y espíritu se unen y podemos atisbar nuestro ser
original, nuestro ritmo natural.
En el kata, la forma, aplicamos este estado. Nuestro cuerpo se forja en
la técnica, nuestra mente está liberada y abierta a las sensaciones, nuestro
espíritu anima el ejercicio, en su adecuado ritmo, en la adecuada sucesión de
técnicas, en la correcta ejecución. No hay objetivo final, porque nunca
llegaremos a un final, el Karate-dô
es para siempre, no hay pues prisa. Nuestro ego no nos dominará convenciéndonos
de que necesitamos nuevas cosas, ideas, sistemas, etc pues se acostumbrará a no
pedir, ya que nunca obtendrá nada, porque no hay nada que obtener. Al
contrario, solo buscamos lo que hemos perdido y teníamos desde el principio: a
nosotros mismos en el momento presente.
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