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viernes, 4 de noviembre de 2016

UNA REFLEXIÓN IMPORTANTE - I PARTE


En la Iglesia Católica, el día 2 de Noviembre es el Día de los Difuntos, y es dedicado a orar por aquellos creyentes que abandonaron su vida terrenal, y en especial por los que tras hacerlo, aún se encuentran en un estado de purificación. Para ello, en una actitud de recogimiento, se asiste a la Misa de Difuntos. En España es costumbre asistir en estos días a los cementerios y visitar las tumbas de los familiares, adecentarlas y ofrecer flores.

Cementerio de Cártama, Málaga. Día de Difuntos
 Esta celebración de origen ancestral, se da en todas las culturas, tanto para honrar a los antepasados, como para cubrir la necesidad del ser humano de mantener el “contacto” con los difuntos, de tener la sensación de que no se han extinguido y de que cuando nos toque, tampoco lo haremos.

Al igual que en Occidente el Cristianismo asimiló esta costumbre, el Budismo hizo lo propio tanto en Japón como en Okinawa: El llamado Obon (お盆) se celebra en Julio (Okinawa) o Agosto, según nos encontremos en una u otra región, durante tres días a partir de una fecha establecida por el calendario lunar. La fiesta es en homenaje a los espíritus de los antepasados y también las familias se reúnen y visitan las tumbas limpiándolas y compartiendo alimentos.
Antigua foto del Obon. Okinawa

 El escribir este artículo estuvo motivado por aprovechar estos días para invitar a que hiciéramos una reflexión mas detenida sobre la vida y la muerte. La coincidencia del reciente fallecimiento del sensei Chris Larken de Australia y de otros familiares de amigos y alumnos en estas fechas ha hecho mas profunda, si cabe, esta reflexión.
            Al margen de nuestras fe o creencias sobre lo que nos encontraremos o no tras la muerte, darle sentido a nuestra vida es dársela a nuestra muerte. La trascendental pregunta sobre el sentido de la vida y de la muerte, es nuestra principal preocupación existencial, y sin embargo eludimos esta pregunta pues nos angustia no poder responderla. “En cien años todos calvos”, decimos a modo de mofa, aunque interiormente pensamos que somos la excepción a esa regla. Los jóvenes incluso piensan que tienen tiempo ilimitado, que nunca serán viejos, o que la vida que sienten con tanta fuerza no se puede perder de un segundo a otro.
La sociedad moderna, mas que nunca, se aparta de su vida espiritual y oculta la idea de la muerte, reforzando así su misterio a la vez que el miedo hacia ella. No quiere restos de difuntos que la recuerden, lo que suele producir duelos mas amargos y lutos mas cortos pues hay que abandonar pronto la idea. Luego nos “reiremos” de ella disfrazándonos de “muertos vivientes”. En ocasiones se sufre la muerte de otra persona, mas que por su propio destino, por devolvernos la consciencia de nuestra mortalidad y la agonía existencial que esto nos provoca, o por el dolor de nuestro propio ego al perder a alguien que siente como suyo

Cuando por algún acontecimiento especial caemos en la cuenta de que somos mortales, el temor a la muerte resurge con sentimientos relacionados con el dolor, el abandono, la agonía, el miedo a lo oscuro y desconocido, pero sobre todo a la pérdida de la identidad, de ese ego querido que me identifica como individuo. Algunos buscan de inmediato refugio en su fe, en caso de tenerla, pero lo que va siendo mas normal es buscarlo en una incesante búsqueda del placer, en una mal interpretada filosofía del carpe diem de Horacio, y en el peor de los casos en el alcohol o las drogas.

Entonces ¿que podemos hacer? ¿como solucionar este problema y vivir la vida sin temor? Nuestra vida no es un misterio que deba resolverse, sino una realidad que debe vivirse, y quizás sentir amor por la vida sea el único antídoto efectivo, el disfrutar de nuestro ikigai, nuestra razón de vivir en cada instante.


El samurai Yamamoto Tsunemoto escribió a principios del siglo XVIII: “Para ser un samurai perfecto es necesario prepararse para la muerte mañana y tarde, incuso todo el día”. Si reflexionamos sobre la fragilidad de la vida, esto nos hace centrarnos en aquello que es realmente importante, dejando de lado aquellos asuntos que solo nos hacen perder tiempo y que no son tan importantes. Volviendo a citar a  Yamamoto Tsunemoto: “Hay pocos problemas realmente importantes, sólo se presentan dos o tres en toda una existencia”. Entregarse por completo al momento, a lo que somos y hacemos aquí y ahora, de forma generosa y humilde, da intensidad a nuestra vida y nos funde con ella, haciéndonos en cierta forma desaparecer, vivir muriendo. Hacer las cosas con distanciamiento, de forma egoísta e interesada, sin atención y con mal talante es justo lo contrario; morir viviendo. 


Fin de la primera parte

Antonio Avila

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